Desde la hoguera


Padre que estás en mi cielo
por Felipe Uribe

Supe, cuando lo vi, que ese hombre sería mi asesino. Tal vez fue porque a pesar de sus lentes oscuros tenía la certidumbre de que me estaba mirando, esa noche en el metro. No se trataba de un ciego. Puedes diagnosticar en la calle que alguien es ciego por los movimientos rígidos de su cabeza, semejantes a los de un pájaro. No. Él veía, y quería que los otros no viéramos su ferocidad. Esto último era la causa de que además escondiera su boca bajo una ancha bufanda, o eso pensé.

Más tarde noté, al mirar por un instante sobre mi hombro, que se había bajado en la misma estación que yo. Cuando empecé a caminar por el parque, dirigiéndome a casa, su mirada era una enorme mochila sobre mi espalda. Solo nosotros atravesábamos ese penumbroso remedo de foresta, cuyos focos se me antojaron fuegos fatuos. Y aunque yo trataba de apresurarme, sentía a cada segundo que sus pasos iban devorando los míos.

De repente, oí que le quitaban el seguro a un arma.
—Por lo menos dame una explicación —le dije cuando me detuve y volteé—. No hay nada más humillante que convertirse en un cadáver de ojos perplejos.

Él se quitó las amplias gafas y la bufanda. Entonces comprendí que a algunos les convendría ser un cadáver.
Su piel era amarilla, su cara estaba poblada de pústulas enormes, y en sus ojos la sangre parecía estar a punto de estallar. Sus labios se demoraron, saliendo de un rictus, en decir:
—Tu padre… —murmuró—. Mira lo que me hizo tu padre.

Quedé atónito. Mi padre había sido un buen hombre. Un intachable ciudadano y, sobre todo, el mejor padre del mundo. Sus problemas eran a diario más numerosos que los pecados de una ciudad pero jamás renunciaba a su sonrisa. Muchas veces esto me irritaba. Con dolorosa frecuencia me planteé exigirle que sacara partido de nuestra cercana relación; que me mostrara su pena, que llorara sobre mi hombro años de pobreza en todos los sentidos. Pero un día se murió y yo seguía callado. Había tenido él que padecer su mala fortuna laboral, una viudez y la invertida lotería de tener un hijo que decidiera ser artista; un hijo al cual llenarle la cabeza de esperanzas y de realidad los bolsillos.

Una vez tuvo suerte. Fue en los caballos. Porque llegó un punto en su existencia en que la desesperación tomó forma de apuestas. Ganó un premio considerable. Pero esa misma noche el asunto tuvo para mí la sensación fraudulenta de los despertares, cuando me dijo:
—Lo gasté todo, hijo, para que estés a salvo. Te he comprado un montón de pólizas. En la tumba ya no seré feliz, pero al menos estaré tranquilo —y me exhibió la más límpida de sus sonrisas.

El frío me hizo volver a la realidad de mi momento definitivo. Miré al desmejorado sujeto.
—¿Cómo pasó? —pregunté, temblando por más de una razón.

Contestó con esfuerzo:
—Él me compró un seguro para ti… Un seguro contra tus posibles enfermedades catastróficas. Y ahora soy un espejo de lo que deberías ser.

Creo que abrí la boca muy ampliamente, porque sentí que el frío me estrangulaba por dentro.
—Qué querías que hiciera, si la paga que me ofreció era buena —añadió, como una clase de disculpa hacia la vida que se le escapaba.
Entonces disparó.

Ambos miramos mi torso con pareja sorpresa. Claro que la suya estaba revestida de decepción.
—Otro seguro —murmuré, tocando mi cuerpo intacto, e imaginando a algún remoto y anónimo cadáver.
—Parece que morirás de viejo, infeliz —me dijo el agresor, y se alejó lentamente.

Yo recordé el rostro de mi padre muerto, entre cuyas numerosas arrugas con certeza se escondía su sonrisa. Y comencé a andar apenas, sintiéndome ajeno a la vida; sabiendo que en adelante esta me sería una agonía de culpas.