Desde la hoguera


El ahorcado
por Felipe Uribe

La mayoría de los recuerdos son como un sol irregular; a veces atardecen, quedando en una oscuridad, hasta que la voluntad o el azar los hace amanecer otra vez. Pero hay otros que siempre están iluminando un rincón de nuestro espíritu; que conviven en nuestra mente con los pensamientos y sentimientos más frescos.

Presente siempre está en mi memoria el árbol verde que parecía compartir la soledad de nuestra casa, en un recodo del Valle. Hablo de una soledad compartida porque aquel era el único árbol de proporciones y aquella la única casa en mucha distancia a la redonda. Yo, por el contrario, no me sentía solo. Es verdad que ni siquiera conocía el pueblo más cercano, y que solo los rostros de mi tía ciega, el de mi madre y el del señor Lucena definían para mí a la humanidad. Pero durante toda mi infancia nunca sentí que necesitara más. Mi madre, a pesar de estar permanentemente débil por su enfermedad, se encargaba de mi instrucción y de mi diversión, haciendo muchas veces que ambas coincidieran, mientras que el señor Lucena venía cada quince días a buscar la mayor parte de los productos de nuestros huertos y a traernos las cosas que precisábamos del pueblo. Nosotros, pues, no teníamos para qué ir a este, según mi madre me decía.

– ¿El mundo de los hombres es malo, mamá? –le pregunté un día. Reposábamos bajo el árbol; las hojas de este eran movidas por el viento y mi madre acariciaba mis cabellos.
– ¿Qué es ser malo? –me respondió ella.

Sin pensarlo mucho, dije:
– Provocar dolor, creo.
– Entonces el mundo de los hombres no es necesariamente malo, hijo. Solo es ambiguo y complejo, no como este árbol y esa hierba y esas piedras que ves, y el agua transparente del arroyo que atraviesa el Valle.

Después de nuestras conversaciones, mi madre apoyaba su frágil espalda en el poderoso tronco del árbol, y me veía, riendo, revolotear por los alrededores. Yo intentaba con mis manos atrapar moscas o mariposas, y a veces teatralizaba cómicamente una caída para que ella riera más fuerte. Así se nos iban las tardes de mi niñez, y el árbol parecía decirme que esa vida que llevábamos no tendría término, pues su follaje, a diferencia de lo que ocurría con los árboles que circundaban el Valle, permanecía siempre verde.

Pero un día la risa de mi madre dio una cabriola perversa y se transformó en llanto.
– ¡Perdóname, hijo! ¡Perdóname por no haber sido una mejor madre! –me decía, evitando mis ojos, desde su lecho de enferma, que solo abandonaría unos días después cuando mi tía y yo la enterramos muy cerca de la casa, junto a una enorme mata de hortensias silvestres.

Yo tenía diez años de edad, y mis sentimientos de rabia e impotencia fueron todavía más grandes que mi tristeza.
Ya nada tenía sentido para mí. Mi tía salía temprano a trabajar en los huertos, ubicados a cierta distancia de la casa, y solo volvía tras el ocaso, para cenar conmigo en silencio. Tan callada era ella que además de ciega casi parecía muda. Yo lo agradecía para mis adentros. Mi ira ante el hecho de no haber podido hacer nada para salvar a mi madre había acabado transformándose en un profundo y quieto sentimiento de derrota, y a ningún perdedor le gusta hablar.

Eran tales mis pesadillas en esa época que solo conseguía dormir un par de horas cada noche. Una vez, en plena madrugada, huí de mi cama y sus malos sueños sin siquiera calzarme; dejé la casa y me dirigí al árbol, buscando que sus hojas siempre verdes me transmitieran algo de su vitalidad.

Era una noche de luna llena. Por eso pude distinguir que de una de las gruesas ramas pendía un hombre ahorcado.
Ahogué un grito, tapándome la boca con una mano, y me quedé paralizado. Quise volver adentro, pero mi cuerpo no respondía a mis instrucciones; ni siquiera lo hacían mis ojos, prisioneros de ese horrible espectáculo: el hombre era casi un anciano, de hecho tenía una limpia calvicie; sus glóbulos oculares se le habían salido tanto que parecían haber sufrido ahorcamientos propios; la lengua, expuesta como la de los perros, me hizo saber que yo hasta entonces ignoraba la largueza de la lengua humana, en tanto que sus carnes se hallaban tan descompuestas como sus ajadas ropas, recordándome que al fin y al cabo solo materia somos.

Finalmente, retrocedí mirando hacia el frente pero tanteando hacia atrás el vacío, quizá buscando alguna clase de sostén.
En las noches del Valle solía oírse el viento o los cantos intermitentes de insectos o pájaros. Ahora no había nada de eso. Era como si el universo se hubiera refugiado lejos y yo me hallara junto al ahorcado en una especie de nada.

Regresé a casa, a mi cama, esperando a que el sueño y sus pesadillas arribaran pronto y me hicieran olvidar lo que había en el exterior.
Al día siguiente no pudo consolarme la hipótesis de que todo se hubiera tratado de una pesadilla más. Al huir de vuelta a casa en la noche, sin darle importancia había pisado una piedra un tanto filosa, y ahora la veracidad de los hechos me dolía en un pie. Miré por la ventana esperanzado de no ver más al colgado. Sin embargo, ahora era el sol el que, con toda nitidez, denunciaba la pútrida presencia.

Mi tía desayunaba sentada en el comedor de la cocina. Le dije:
– Tía, ¿es posible que alguien haya venido en silencio a ahorcarse en nuestro árbol?
Sin inmutarse, contestó: – ¿De qué estás hablando, niño loco? Nadie podría venir al Valle sin que yo lo escuchara, ¿o acaso olvidas que soy ciega?

En adelante mi pulso se aceleraba cuando en las mañanas mi tía se iba a trabajar a los campos. Y así pasé una semana sin salir de casa, habiendo cerrado completamente todas las cortinas de esta.
No obstante, a la postre, empecé a acostumbrarme a la noción de lo que había en el exterior. El día en que volví a situarme frente al árbol, el ahorcado se me antojó un horrible panorama cotidiano.

– ¿Quién eres? –le dije–. ¿No te podrían haber colgado en otro árbol, lejos de aquí?

Claro que no obtuve respuesta, pero sí me hice de un dato nuevo: acercándome tanto al desdichado como nunca lo había hecho, con el corazón latiéndome furiosamente, supe que ese cuerpo visiblemente descompuesto despedía además un hedor insuperable.

– ¡Hola! –oí que decían atrás de mí. Me di vuelta. Tan concentrado estaba que no me había dado cuenta de la llegada del señor Lucena, quien, como siempre, traía un gran saco al hombro.
Reconfortado ante la perspectiva de compartir mi angustia, señalé con un dedo lo que había dejado a mis espaldas.
– ¡Mire, señor…! –comencé a decir, pero girándome otra vez vi que el árbol ahora estaba deshabitado; que el señor Lucena y yo éramos los únicos allí.

Ahogado por una ola de terror, corrí hasta abrazar sus sólidas y cálidas piernas. El caritativo hombre, sonriendo, se inclinó y con sus mangas secó mis lágrimas, hablando fuerte para hacerse oír entre mis sollozos.

– Ya vi la cruz enterrada junto a las flores. Es natural que llores su muerte, pero ella no querría que murieras en vida, ¿me oyes?
Entonces me abrazó ampliamente, como protegiéndome de todos los males.
Más tarde, sentados en la cocina, bebimos té y conversamos aguardando el regreso de mi tía.
– Señor –murmuré de pronto–, ¿usted… usted sabe si alguna vez alguien más murió por estos lugares?
– ¿Por qué? ¿Viste un fantasma? –rió, y cuando me miró dejó de hacerlo.

Lo pensé mucho antes de formular: – Quisiera saber si alguien… si alguien murió colgado aquí en el Valle.

El señor Lucena suspiró.
– Sé que antes, cuando mis abuelos eran niños, en ocasiones los terratenientes de estos sitios colgaban ellos mismos a los bandidos, de los que las lejanas autoridades no se ocupaban.
– ¿Los ahorcaban aunque fueran ancianos?- quise saber.
Mi interlocutor primero movió los labios en silencio, midiendo las palabras que iba a articular:
– Esa es una muerte indigna, y nadie merece una muerte indigna.

En eso llegó mi tía. Al aprestarse para partir, el señor Lucena me dio un beso en la frente y me dijo:
– Espero haberte ayudado.

Mucho rato después, mi tía me comentó:
– Hace horas oí a lo lejos un llanto infantil, demasiado infantil…
Me pareció raro que ella me hablara sin que yo le hubiera preguntado algo. Puse atención a lo que dijo a continuación:
– ¿Sabes por qué tu madre lloraba antes de irse? ¿Sabes por qué ni siquiera podía mirarte a los ojos?... Porque no se podía la culpa. Porque estaba consciente de que, al haberte mantenido protegido siempre aquí, una vez que las dos hubiésemos muerto serías un hombre desvalido y debilucho, que no podría soportar la soledad ni sería capaz de vivir en la sociedad.

Me quedé pensando largamente esa noche en la oscuridad de mi habitación. Antes del amanecer miré por la ventana. El ahorcado pendía nuevamente del árbol de hojas perennes.
Salí de la casa portando una silla. Me subí a esta junto al hombre y, pensando en mi madre y llorándola una vez más, empecé a desatar la soga de la rama con manos temblorosas. El nudo era intrincado, y tanto debía aproximarme al fantasmal cadáver que a ratos su lengua tiesa, sin moverse, lamía mis lágrimas. Su hedor me hizo vomitar, pero a pesar del asco ante la muerte y ante mi vida, continué mi tarea.

El silencio, enorme como el cielo nocturno, solo era vulnerado por mí. Me caí al suelo una vez, pero raudamente volví a encaramarme junto al cadáver. Tanto forcejeé con la soga que me sangraron las manos. Y tanto vomité que al final solo se trataba de arcadas vacías y silentes.

Cuando el ahorcado al fin cayó, a centímetros de la tierra se desintegró en miles de puntos luminosos que, ligeramente disgregados, volaron hacia la luna.
Nunca durante todos los años que, desde la mañana siguiente, llevo viviendo en el mundo de los hombres, me ha abandonado el recuerdo de esas cosas. Sobre todo el de verme parado sobre esa silla en la oscuridad, ya sin muerte a mi alrededor, sintiéndome más alto que nunca y despidiéndome del temblor y de las lágrimas de mi niñez.

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